Desde la entrada del callejón podía ver que el letrero luminoso del chifa comenzaba a brillar, la secuencia de encendido y apagado de sus letras iluminando la noche siempre le habían parecido mágicos, como si un virtuoso pianista guiara la secuencia desde algún piano fantástico, era la señal de que la atención había comenzado. En una característica peculiar de la Lima de fin de siglo se había convertido el anuncio sobre la azotea del chifa “Yut Kung”, se encendía todos los días al promediar las seis de la tarde y dejaba de alumbrar a las seis de la mañana. Aunque él no tenía la certeza de esto último, le había agarrado cariño al brillo del letrero, se podía ver desde muy lejos, en una noche clara desde la plaza Unión y hasta el final de la avenida Arequipa.
El chifa “Yut Kung”, o
tal vez sólo su letrero, eran un objeto de añoranza para él. Desde que había
dejado la quinta donde nació, en la calle 6 de agosto, cada que captaba su
atención al pasar por Jesus María sentía una nostalgia que le constreñía el
corazón.
Andrés Joel había nacido pobre, aunque
tenía la certeza que nunca sería rico podía ganar lo suficiente para pagarse un
departamento en Breña y vivir solo. Trabajaba en San Borja y casi todos los
días en el recorrido entre su departamento y su trabajo pasaba cerca del “Yut
Kung”, a veces, se quedaba en el trabajo hasta que caía la noche y cuando
retornaba a casa buscaba casi por instinto el letrero y todo su interior se
agolpaba en su garganta, llenando su entorno de una bruma con sabor a
melancolía.
Llegó al mundo en un cuartucho de uno de
los últimos callejones pobres de Jesús María. Era el menor de tres hermanos, y no
tenía recuerdo alguno de su padre que se había marchado a las pocas semanas de
nacer. Su madre una vez le dijo que se había ido porque tuvo miedo de criar tres
hijos. Con el esfuerzo de su madre y de sus hermanas mayores había conseguido
terminar el colegio y estudiar en un instituto de la Av República de Chile.
Ahora, cosechaba el fruto de esos esfuerzos.
Religiosamente, en forma inter diaria
visitaba a su madre, cubría sus necesidades para que pudiera vivir
tranquilamente sin preocupaciones, acababa de cumplir setenta años y la edad le
había traído complicaciones en su salud, aunque por espacios cortos podía
desplazarse sin problemas, no se despegaba de su caballete, un andador para
ancianos, necesario para movilizarse debido a la artrosis que padecía. Parecía
más anciana. Estaba acabada.
Unos días atrás, después de haber cenado
y mientras acompañaba a su madre, sentados en la entrada del callejón como casi
siempre, ambos fumando, ella miró el juego de luces del anuncio del chifa y
exhaló un gran suspiro, entre bocanadas de humo.
-
Qué lindo se ve – dijo la anciana.
-
Si. A pesar de ser tan viejo todavía funciona.
-
Cuando llegamos a vivir ya funcionaba igual. Inclusive
en aquellas noches en que los terrucos nos dejaban sin luz, seguro que tienen
un generador o algo así.
-
Si, seguro, mamá - contestó él, vaciando el humo de sus
pulmones.
-
Debe ser lindo mirar Lima desde allí. Y seguro
que la comida debe ser buena, mis amigas que han ido me dicen que es lujoso –
dijo la madre, con un tono apenado.
Qué increíble, tanto tiempo y nunca me
di cuenta, pensó Andrés Joel. ¿Qué clase de hijo soy, que no interpreta los
deseos de su madre anciana? ¿Acaso ella no se merece tener las atenciones que
toda la vida me dio?.
Por la mente del joven comenzaron a
pasar las imágenes de su niñez, su madre siempre atenta a su lado, llevándole
al colegio, a las consultas médicas, a comprarle ropa o a cada paseo de navidad
y fiestas patrias, paseos que después del pollo a la brasa terminaban al
televisor hasta la madrugada. Recordaba las veces que la vio planchar o coser
hasta la madrugada, a veces él se quedaba dormido, después la acompañaba a
entregar la ropa lavada y perfectamente planchada en casonas por la avenida Arequipa. La recordaba
apurada llevándole al hospital a incontables sesiones, hablándole y calmándole
con caricias, para enfrentar con valor algún nuevo examen o el pinchazo de
alguna vacuna. Y las veces que al salir del hospital recibía de su madre una
moneda para que comprara lo que quisiera, generalmente una bebida o algunas
golosinas, obligándole a ir hasta la zona donde estaban los vendedores
diciéndole “Tienes que hacerlo solo”. Estaba orgulloso de todo lo que había
recibido de su madre y siempre que podía bromeaba con que la quería tanto que
era uno de las pocas personas que podía recordar cuando su madre le enseñaba a
caminar.
“Tienes que hacerlo solo” fue la
recomendación que más recibió de su madre, al principio eran solo palabras,
cuando llegó a la adolescencia se dio cuenta que más que palabras era una
filosofía de vida; la vida para los pobres es un cúmulo de situaciones que cada
quien debe resolver solo, como en un desierto, aunque esté rodeado de un mar de
gente. Y vaya que aprendí a defenderme solo.
La admiración de Andrés Joel por su
madre era inmensa. Tenía una voluntad y un desprendimiento enormes, nunca dejó
de trabajar para que a sus hijos no les faltara nada y, aún sobreponiéndose a
su dolor, hizo todo lo posible por que sus hijos se independizaran, salieran
del callejón y fueran por la vida dispuestos a alcanzar el éxito.
Cómo una mujer con sólo primaria pudo
criar a dos hijas y un hijo, a pesar de sus enormes carencias y sin el apoyo de
un marido, hijos, que aprendieron a valerse por si mismos desde muy pequeños y siempre
fueron estimulados para que estudiaran y puedan marcharse de casa, alejándose
de la pobreza, ya capacitados para sobrevivir.
Qué grato recordar su vida en el
callejón, después que sus dos hermanas se marcharan, ambas ya profesionales,
haciéndose cargo de las atenciones a su madre. Ella siempre insistiéndole que
terminados sus estudios buscara su futuro fuera del callejón, era pertinaz con
eso, cuando comenzó a estudiar la primaria le decía al oído “recuerda que algún
día tienes que ser independiente, sin nadie que te ayude”. Ahora, gracias a
ella, se sentía satisfecho por todo lo que estaba consiguiendo.
Con los recuerdos a flor de piel esa
misma noche le ofreció a su madre, como un homenaje que tenía postergado,
llevarla al chifa.
-
Mami, el viernes nos vamos al chifa ¿Qué te
parece?
-
¿Estás loco?
-
No, para nada, creo que es hora de que vayamos
a conocerlo.
-
Pero, mis amigas me han dicho que sólo va gente
importante, ¡Ah! y todavía hay que sacar cita – dijo la anciana con los ojos
sorprendidos.
-
Ja ja ja… no es cita mamá, es una reservación,
Y no te preocupes porque mañana temprano reservo una mesa para dos.
Y hoy era el día. Andrés Joel había
llegado a recoger a su madre, antes de entrar a la quinta caminó unas cuadras
esperando que el anuncio del chifa se encendiera.
La encontró emocionada, radiante, se
había puesto la ropa más nueva que tenía, recientemente comprada por el hijo, se
había arreglado el cabello y maquillado con ayuda de una vecina.
-
Ya estás lista, viejita, voy a llamar a un
taxi, de esos amplios, especiales para acomodarnos y llevar tu andador.
-
Pero está cerca, podemos ir caminando y te
ahorras el taxi.
-
Ni lo pienses – dijo él con un tono entre
solemne y enérgico – esta noche es nuestra y a partir de ahora lo haremos por
lo menos una vez al mes.
Se acomodaron en el taxi, estaban a unas
seis cuadras del chifa, caminando, por que el taxi tendría que recorrer algunas
cuadras más por el sentido del tránsito. Andrés Joel acomodó primero a su madre
en el asiento de atrás, luego colocó el andador de su madre en el asiento del
copiloto, así sería más fácil bajarlo, él se acomodó al lado de su madre, el
espacio era suficiente, había sido acondicionado para que las personas que
usaban prótesis o muletas se sintieran cómodas.
El taxi se desplazaba lentamente
acumulando minutos para el taxímetro, se detuvo ante el primer semáforo en
rojo, Andrés apoyaba su cara en la ventana y miraba pasar la noche de Lima ante
él. Qué difícil era conseguir una mesa especial en el “Yut Kung”. Pidió una
mesa para dos, cerca de la ventana que da hacia la Avenida Arenales, tenía
planeado enseñarle a su madre el callejón visto desde el décimo quinto piso.
Quizás también podría enseñarle su departamento de Breña. Todavía tenía el
sabor de la incomodidad que le había ocasionado la señorita que le hizo la
reservación. Cuando pidió una mesa para dos personas, adecuada para la
discapacidad de su madre, lo sometieron a una batería de preguntas sobre las
características de la discapacidad, si era necesario un baño especial, con
barandas y agarraderas, si podían usar los cubiertos sin problemas, si el ancho
de las rampas serían suficientes, si sabían identificar las baldosas
podotáctiles y todo un cheklist
insolente, como extraído de un extraño
baremo cuya finalidad era desconocida.
Se sintió humillado, si tuviera una
oportunidad hoy les diría sus verdades por discriminadores, si, eso eran, como
en todos sitios, a veces nos cuesta, nos duele, pero terminamos dándonos cuenta
que idealizamos las cosas a nuestra conveniencia.
Respiró profundamente, cerró los ojos e
intentó cambiar todo su interior, hoy todo tenía que ser perfecto, era la noche
de su madre.
-
Hoy va a cantar “el mono” César Altamirano, el
que te gusta, ya pagué para que te tomen una foto – dijo sin quitar la mirada
de la nada que veía a través de la ventana.
Llegaron al chifa y sin problema alguno
bajaron del vehículo y subieron en el ascensor hasta el piso quince, parecía
que la anciana en cualquier momento se echaría a llorar por la emoción. Se
registraron con la recepcionista que después de verificar llamó a un mozo, un
joven con rasgos orientales quien con una sonrisa bien dibujada y que parecía
sincera, les acompañó hasta su mesa.
Era una mesa cuadrada, pegada a la
ventana. Tenía dos sillas especiales, cada una con un letrerito que decía
“preferencial”, además había una aljaba de metal con un dibujo pequeño de una
muleta cruzada con un bastón que informaba cuál era su finalidad.
Acomodó a su madre delicadamente en una
silla, plegó el caballete y lo colocó al lado de la aljaba que le recordaba a
las películas de vaqueros. El joven mozo retiró la otra silla para que se
sentara Andrés Joel, quien se dejó caer en el mueble, como si estuviera cansado
y con sus manos acomodó sus rodillas de tal manera que quedaran bajo la mesa.
Por un instante, Andrés Joel se recogió el pantalón y dejó que los fierros del
aparato ortopédico que usaba para caminar destellaran con la luz mortecina del
ambiente.
Miró al mozo, tenía la misma sonrisa
pero ahora, además, se notaba el brillo de sus ojos inundados de compasión,
aquella que estaba acostumbrado a percibir y que tanto le disgustaba.
El mozo, circunspecto y con la misma sonrisa, señalando la cartilla de cuero repujado que contenía el menú les dijo:
Bienvenidos al Chifa “Yut Kung”, espero su pedido. Y siéntanse como en casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario